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Nuestro mundo compartido

“El optimista y el pesimista, el hombre que cree que todo se arregla y el hombre que

cree que todo acaba mal se pasean argumentando sobre el emplazamiento de un

campo de batalla. Ambos se enredan en peroratas, enronquecen, gesticulan. Ambos

extraen del paisaje pruebas que apoyen sus tesis. Y en efecto, durante ese tiempo, la

hierba sigue creciendo sobre las tumbas y los muertos pudriéndose bajo la hierba”

(Peregrina y extranjera - Marguerite Yourcenar)


La literatura me ha hecho encender el ánimo para pensar el tema que estamos -y estaremos- obligados a pensar por mucho tiempo. El Coronavirus se ha metido, sino a nuestros pulmones, sí a nuestra vida, y, pareciera, nos la ha transformado. A manera de consolación, me sigo sirviendo de rutinas, de libros, de obligaciones; sigo visitando los sitios de mi recreo y me aferro al reposo que brinda la cotidianidad.

Se ha hablado tanto del Coronavirus que hoy empieza a asumir el ropaje de lo predecible y lo trillado. Y, sin embargo, es una experiencia que comenzó tan solo hace unos meses y que no para, ni de asfixiarnos, ni de interesarnos. Tampoco hay de otra. Un virus que me impide salir de casa y que amenaza con apropiarse de la vida de mi abuela, una mujer de ochenta y dos años oxigenodependiente –¿Quién no? –.

Fuente: AFP Revista Semana. 2020.


Esta pandemia que nos excava la cotidianidad, nos obliga a abastecernos, nos encierra en nuestras casas, nos distancia de los otros y nos empuja a las pantallas; esta pandemia que nos ocupa y nos impide parar, que no quiere que ‘enloquezcamos en el silencio’, que nos agobia con sus noticias tan trágicas como reales, es un acontecimiento que tiene más de anamnético que de novedoso.

Nos recuerda que nuestra cotidianidad era la misma excavación, el perpetuo asunto de la supervivencia; que las casas no son necesariamente un lugar seguro, y los otros no siempre han estado cerca de nosotros, ni nosotros de ellos, y basta una imagen para olvidarnos del mundo. Pero también nos recuerda que éramos felices, lo que bastaba para ser indiferentes. Y hasta la propia indiferencia es relativa.

Relativa, porque la ociosa y valiosa confortabilidad en la que a veces nos sumergimos es un bien escaso para la gran mayoría. Más el miedo -y las servidumbres que lo acompañan- es una presencia que a cualquier vida le cuesta arrinconar. El Coronavirus nos produce miedo, y, como todos los miedos, trasciende las superficies de la 'naturaleza' para transportarnos a la patria de la política y la moral. Por ello es controlable, remediable, corregible, subsanable. Precariamente, sí, pero suficiente para el pesimismo asolador que agobia y en el que nos quieren mantener.

Una carta de la escritora estadounidense Susan Sontag, al escritor japonés Kenzaburo Oé,

decía:


El ácido vendaval de la modernidad se ha llevado muchas cosas. Pero lo que no desaparecerá es la pasión, porque vivimos dentro de cuerpos, porque tenemos ojos y orejas y lenguas y narices y dedos y piel. Lo que no desaparecerá es la alegría, en la medida en que nazcan niños, y en la medida en que haya algo que nos aproxime a la ‘naturaleza’, y en la medida en que haya literatura y arte y música y baile. Lo que no desaparecerá serán el dolor y la enfermedad y la muerte. Lo que no desaparecerá será la maldad humana. (Sontag, La seriedad como proyecto, 2000)

No es una motivación trágica la que impulsa esta escritura. Como dice Sontag, lo que no desaparecerá es la alegría. El Coronavirus ha nacido en nuestro mundo, pero la injusticia en él pareciera ya habitar desde sus orígenes, al igual que la dicha.

El mundo del que hablamos no concierne al mundo herido de ‘Occidente’ cuya fragilidad ha sido más que probada; el capitalismo neoliberal, sistema económico y de gobierno, ha tenido que ceder frente a la crisis. Tampoco se trata de ‘nuestro’ mundo que, quizás, por primera vez, la peste y la angustia ha tocado sus puertas; ni del mundo de las celebridades cuyas plataformas de exposición adornan la tragedia que los mira de soslayo; ni del mundo de los ‘otros’, puesto que siempre han sido nosotros mismos; ni del mundo de la información mediática y el espectáculo que persiste en hacernos creer que las imágenes reemplazan el mundo, cuando tan solo lo duplican.

Hablamos del mundo de todos, sin excepción alguna. El mundo de la fragilidad compartida. Fragilidad sobre la cual construimos un futuro derrumbamiento. Inevitable, por fortuna. El Coronavirus ha tocado ‘nuestro mundo’, ha abierto un fructífero campo de investigación, producción artística y literaria, ha creado un futuro best seller, un monumento a la memoria cuyos obituarios estarán llenos de ‘viejos’.

Hacemos parte de una vida en la que soñar un futuro que prescinda de la necesidad es comúnmente pensada como derrota. Y más cuando aferrados a una individualidad espuria, negamos que hacemos parte de un deber compartido de comunidad. Quizás el despertar de la consciencia ‘global’ esté eternamente en fuga, pero que en la actualidad se detenga un instante en nuestros cuerpos, posibilita una actitud de acogida a las súplicas que vienen del pasado y que renacen en el propio sufrimiento.

Fuente: AFP Revista Semana. 2020.

Deudores de obligaciones heredadas e ineludibles, el Coronavirus -y los engranajes políticos, económicos y mediáticos que lo arropan- nos recuerda el saldo con onerosos intereses. Nos recuerda nuestros lazos de interdependencia. Y, pese a ello, Yourcenar nos dice: “Como Casandra, la Historia profetiza, y lo mismo que a Casandra, nadie le hace caso. Los vencedores prefieren ignorar que todo acaba con una derrota, y a los vencidos nos les gusta que les recuerden que hay pocas víctimas que sean inocentes” (Yourcenar, Peregrina y extranjera, 1989) De la tragedia del Coronavirus, cuya existencia no es ni una prueba, ni oportunidad, mucho menos un castigo, somos todos responsables. Y no hay respuesta que no sea una exigencia de Justicia.

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